martes, 22 de mayo de 2007

SUEÑOS DE SOLEDAD

Y allí había una nación. Tal vez un país. Y en este país, una ciudad, un barrio, una calle y una sola ventana dividida en sesenta y cuatro casillas. Y allí, de pie, me encontraba yo instalado: un caballo. Sin sospechar cualquier instante de importancia táctica vital, esperaba que mi peón acabara su movimiento y aterrizara allí donde estaba previsto. Pero un error de cálculo provocó que una torre, grandilocuente, me pasara como un rayo, justo por encima, me rozara las crines, me aplastara con la fuerza del desconcierto y me lanzara, con furia desmedida lejos de mi sitio. Entonces, ese mismo peón me miró, cabizbajo, exánime y arrepentido por su fatal acción.

Sin poder evitarlo de modo alguno, era testimonio mudo de mi trágica consumación. De repente, y en cuestión de décimas de segundo, me encontré perdido en un mar desordenado de otras piezas caídas, amontonadas en posturas imposibles; totalmente incapacitado para ver que sucedía en el tablero del que había sido repentinamente despedido. Y en el desorden, entendí el juego: acabada la lucha y con independencia del papel representado en ella, todas las piezas acabaríamos juntas en la misma caja, dispuestas para el comienzo de la siguiente partida.


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